viernes, 20 de enero de 2012

EL PRIMER DIENTE DE LECHE

Este pequeño relato tambien fue de los primeros que salieron de mi mano y es la historia novelada de una anécdota que ocurrió en mi familia, hace... bueno hace algún tiempo ya.

 Si bien es cierto que las madres no olvidan nunca las gracias de sus hijos, en este caso la anécdota es parte del acervo humorístico de nuestra familia, y es que la que con más frecuencia se menciona en nuestras reuniones.

Sucedió el pasado verano. Nos encontrábamos de vacaciones en un pequeño pueblo de la costa gallega; como de costumbre, viajábamos con mis padres, y en esta ocasión nos acompañaba incluso la pequeña tortuga Casilda.

Llevaba ya unos días mi hijo Andrés con un diente que se movía mucho y al que no hacía más que darle con la punta de la lengua, intentando que se cayera lo antes posible: ¡Había escuchado tantas historias del Ratoncito Pérez! En el cole, otros más afortunados que él habían recibido las monedas correspondientes.

Ya le había informado de su existencia; pero le advertí que en nuestro caso, el simpático animalillo, a cambio de la pieza dental, sólo dejaba pequeños juguetes o cuentos, pero no dinero. Andrés estaba encantado con la idea y deseando comprobarlo.

Por fin, tras un día de turismo galopante recorriendo la ciudad de Pontevedra..., ¡el diente cayó!

Todos le felicitamos y mientras encargaba a los hombres el cuidado del pequeño, ahora desdentado, mi madre y yo nos disponíamos a buscar una juguetería, tarea que preveíamos rápida y que no resultó nada fácil; por fin, efectuada la compra, volvimos al parque donde nos esperaban.

Andrés, sin sospechar nada, se entretenía jugando en los columpios.

Durante todo el viaje de vuelta al apartamento no se cansaba de hacer preguntas sobre el Ratoncito. Infatigable como sólo un infante de cinco años puede ser.

- Mamá...¿Cómo es el Ratoncito Pérez?
- No sé, nadie le ha visto.
- ¿Cómo sabe que a un niño se le ha caído un diente?
- Pues...(titubeo, no se me ocurre nada). Pues..., verás, como es mágico..., su magia le debe avisar.
- ¿Y no se le puede hablar?
- No, cariño, porque es invisible.

En el fondo me divierte su nerviosismo. Intento recordar mi infancia, pero de este período mi mente está en blanco, no recuerdo cuando perdí mis dientes de leche, ni si me dejaron algún regalo.

- Mamá...¿Qué me dejará el Ratoncito?

De nuevo comienza el aluvión de preguntas.

Llegamos a nuestro destino bastante anochecido, y a Andrés se le empieza a poner carita de preocupación.

El pobre pequeño aún no se ha acostumbrado a dormir solo; durante mucho tiempo y por distintas circunstancias fue un ocupa en mi cama: le asusta la oscuridad y la habitación extraña a la que no está habituado.

Esta noche recurrí al Ratoncito con el fin de evitar la pelea de todas las noches por dormir con nosotros.

- ¿Ves, Cariño? Si duermes solo en tu habitación vendrá el Ratoncito.
- Pero...¿No puedo dormir contigo?
- No cariño, ya sabes que eres mayor y no puedes dormir en nuestra cama.
- ¿Ni con la abuela? –Intenta.
- No cariño, además si no estás solo no podrá venir el Ratoncito.

Es superior a sus fuerzas y le empiezan a brillar los ojos con lágrimas contenidas.

- Venga, Andrés, tú eres un hombrecito, no se puede llorar, tienes que dormir en tu habitación.

Me voy a la cocina a preparar la cena, dejando a Andrés con mi madre, escucho el sonido de su charla, aunque no entiendo lo que hablan, por lo menos ha dejado de lloriquear y está tranquilo.

Durante la cena, le noto excitado, pensando en la visita nocturna.
Por fin llega la hora de acostarse y frente a mi sorpresa no hace ademán de protesta. ¡Por fin! –pienso– ¡se va convencido! Tendré que inventarme algo similar, por lo menos hasta que se acostumbre con la llegada de mi amor Jorge.

Le leo un cuento, volvemos a contarle la historia del Ratoncito Pérez, jugamos a las cosquillas, nos besamos, y por fin, tras varios ¡Buenas Noches! le arropo bien con un último beso.

Me dirijo a mi dormitorio junto con mi  marido, y dejamos la puerta entreabierta: en cuanto oiga su respiración pausada –señal de que duerme profundamente-, pasaré a dejarle el regalo.

Estoy tan nerviosa como el niño, deseo tanto que le haga ilusión el detalle (es una pequeña nave galáctica de la película que tanto le gusta).

Empiezo a leer, pero los ojos se me cierran, todavía no se ha dormido; sigo leyendo, a mi lado Jorge se ha dormido, y su respiración es pausada. No puedo más, doy cabezadas, pero aún el niño no se ha dormido; le oigo levantarse, voy a su cuarto.

- Andrés...¿Qué haces?¿Por qué no te duermes?

Hablo quedamente, no quiero despertar a los demás.

Andrés, sorprendido, me mira, está de pie, en la oscuridad, al lado de la puerta.

- No hago nada, mamá.
- Pero...¿Por qué no duermes?¿Sabes la hora que es?
  Venga, acuéstate, que te arropo.

- No, mamá, quiero hacer pis.
- Bueno, hazlo, pero acuéstate, ¡ya!

Doy a mi voz un tono imperativo; la verdad, es que empiezo a estar enfadada, la ira me invade por momentos, estoy cansada, tengo mucho sueño, y estoy deseando poder dormir.

Hago que Andrés se acueste, le arropo y le doy un beso.

- ¡Venga, duérmete!
- Vale mamá –me contesta muy serio.

Vuelvo a la habitación, Jorge, con voz adormilada, me pregunta:
- ¿Se ha dormido?
- Todavía no –le contesto–, pero ya no creo que tarde.

Miro el reloj, son casi las dos de la madrugada. No puede ser, me digo, Andrés se está pasando y mañana tendré que hablar seriamente con él.

Sigo leyendo, un momento más, oigo ruido de pasos: es el abuelo yendo al cuarto de baño.

Vuelvo a mi lectura, los párpados me pesan cada vez más. No puedo más, le dejaré el regalo y me iré a dormir.

Paso a su habitación, y le veo en la misma postura de antes; a oscuras y de pie al lado de la puerta. Esta vez sí que me enfado de veras, le regaño y Andrés se pone a llorar (muy nervioso y cada vez más alto) y por fin confiesa.

- Mamá, es que la abuela me dijo que podía ir a su cama, cuando os durmierais.
- Pero Andrés, ¿cómo te va a decir eso la abuela? Eso no es verdad, además...¿Qué te he dicho?
- Que tengo que dormir solo...

Llora cada vez más alto. Intento calmarlo, pero los demás se levantan, y vienen al cuarto.
Jorge muy enfadado:
- Se acabó, el Ratoncito Pérez, no va a venir esta noche.
  Ya está bien, son las tres de la madrugada. Tienes que dormir, y no hay regalo por hoy (lo coge y se lo lleva al armario).

Andrés, con la cara congestionada (su llanto es cada vez más nervioso y ahogado), me preocupa, no es normal, se empieza a parecer a un ataque de nervios, sólo repite una y otra vez entre sollozos, con voz entrecortada:

- La abuela, mamá, me dijo que podía ir a su habitación...

Esto no deja de repetirlo una y otra vez. La acusada, en bata rosa, entra en el cuarto, intentando consolarlo.

- No cariño, no llores, me entendiste mal. ¿Cómo te iba a decir yo eso?
- Sí, tú me lo dijiste, tú me lo dijiste...

Andrés clama por su inocencia. La incomodidad que noto en mi madre me hace sospechar, pero..., no, ¿cómo le va a decir eso?; ya sabe que llevo un tiempo intentando que duerma solo.

Andrés, desesperado, se abraza a su abuela.
- Me lo prometiste, abuela, es verdad, tú me dijiste que cuando mamá se durmiera (un acceso de llanto y tos apaga sus palabras)

Jorge se ha metido en la cama y pasa del asunto. Ya no dormirá profundamente. Me siento impotente: Andrés abrazado a su abuela, intuyo que ella tiene la culpa, pero es mi madre..., son las cuatro de la madrugada, y no quiero discutir. Me invade la ira:
- ¡¡Está bien!! –exploto–, ¡iros los dos a la cama, a la calle o adonde queráis!, yo me acuesto, no aguanto más, pero desde luego el ratoncito no vendrá esta noche, y no sé si lo hará mañana.

Y volviéndome a mi madre:

- ¡¡Mañana hablamos!!

Me acuesto llena de indignación y bloqueada. ¿Qué puedo hacer? Me siento derrotada por mi propia madre, llena de celos. ¡La prefiere a ella!, estoy dolida en mi sentimiento materno.

Jorge me acusa a su vez:
- Está muy mimado. ¿Te das cuenta? Hace lo que quiere, y nos toma el pelo, hoy desde luego no le vas a dejar el regalo, lo he escondido, y no sé siquiera si dárselo mañana, no me ha dejado dormir, ya no sé si conseguiré dormir...

Sus reproches, es lo único que me faltaba, estoy tan harta que todos tiren de mí, que reciba los golpes, me invade la autocompasión. De mí, ¿quién se ocupa?¿Por qué siempre yo? Mi madre me trata como a una niña y se salta mi autoridad; mi hijo, creo que le he fallado, y me duele que esté durmiendo con su abuela, en cierta manera la ha preferido, y por último, Jorge me hace responsable de la situación. Me invaden las ganas de llorar. ¿Quién se preocupa de mí?..., sí yo debo hacerlo por todos.
Por fin concilio el sueño.

Al día siguiente me despierta la vocecita alegre de mi hijo, hablando con su abuela, como si no hubiera pasado nada. Con el semblante serio acudo a la cocina, todavía muy disgustada. Y con el propósito de aclarar el espectáculo.

Me confiesa, que sí, que le dijo al niño que podía dormir en su habitación, como venía haciéndolo, desde hace varios días, pues no soportaba el oírle llorar.

Andrés, al oírnos, exclamó:
- Ves mamá, la abuela me lo dijo.

El pobre no hacía más que decir la verdad.
- ¡Es el colmo!, ¡abuela y nieto conspirando a mis espaldas!

Me indigno:
- Que sea la última vez, ¿no te das cuenta de que todo lo que estoy intentando lo echas por tierra?¿Dónde dejas mi autoridad?¿Es que no pinto nada?

Ante esto mi madre baja la cabeza.
- Es cierto, no quería disgustarte, es que no soporto oírle llorar todas las noches, y suplicarme cuando viene a mi cama.

Estando reunidos para desayunar entra el abuelo.
- ¡Buenos días!¿A que no sabéis lo mejor?
Ante nuestro gesto de extrañeza, continúa:
- Anoche, cuando me levanté, al pasar por su habitación, le veo de pie, al lado de la puerta, me acerco y le pregunto: ¿Qué haces aquí? Y me contesta: ¡Abuelo, tú cállate, y a lo tuyo! El muy tuno estaba esperando a que apagarais la luz de vuestra habitación para irse corriendo a la de los abuelos.

La carcajada fue general, y sirvió para disipar la oscura noche de malhumor que había invadido nuestra pequeña familia: los celos, el resquemor y el desaliento se disolvieron ante la risa.

Andrés nos miraba sorprendido, debía pensar: ¡Estos mayores están locos!

Prometió que esa noche no se levantaría; estaba muy triste porque el Ratoncito no le había visitado la pasada noche.

- Claro, cariño, te portaste mal y el Ratoncito no vino –le digo.

Y Jorge añade:
- He visto al Embajador del Ratoncito y me ha dicho, que si esta noche duermes solo, vendrá a dejarte el regalo...

A Andrés se le iluminan los ojos:
- ¿Viste al Ratoncito?
- No, al Ratoncito, no, a Su Embajador.
- ¿Cómo era?

Improvisa:
- Pues..., una luz que se movía, no sé..., pequeñito, gracioso...

Conozco a Jorge, Andrés le ha pillado de sorpresa.

Hechas las paces en nuestra diminuta colmena, pasamos el resto del día en la playa.

Durante la noche Andrés se comportó como un ángel y no se despertó en toda la noche. Al poco de acostarle, su pausada y suave respiración, me indicó que se había dormido; le dejé el regalo junto a la almohada, pero al ir a recoger el pequeño diente de leche, la sorpresa fue mayúscula: ¡Había desaparecido!

Las pesquisas del día siguiente fueron infructuosas, el diente había desaparecido; por más que buscamos no logramos encontrarlo.

Todavía tengo una sospecha:

          “¿Se lo llevó el Ratoncito Pérez?”


















 

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